En el laboratorio de arqueobiología del Smithsonian Institute, una mole gris y gigantesca que almacena miles de piezas de museo, hay una bóveda cuya temperatura nunca excede los 21.10 grados centígrados y 40 grados de humedad. Otras habitaciones similares albergan caracoles, insectos fosilizados y huesos de animales prehispánicos. En aquella bóveda fría yace uno de los tesoros más recientes del Smithsonian: 122 fragmentos de chiles mexicanos almacenados y consumidos por zapotecas oaxaqueños hace mil 500 años.
Los chiles prehispánicos están acomodados en una caja de madera similar a una charola de restaurante y ordenados por pequeños grupos en bolsas de plástico transparente. Observados de cerca, parecen una colección de esas piedras de distintos tamaños que sirven para elaborar collares femeninos. De algunos de ellos sólo quedan unas colas largas y delgadas, como un palillo de dientes torcido, y otras diminutas, como la cola de un ratón. Hay cuerpos de chile gorditos y pequeños como el hueso de una sandía y otros más largos y anchos, casi como un moderno chile pasilla.
“Es increíble que después de un milenio y medio algunos se encuentren tan conservados”, dijo la arqueóloga Linda Perry, con la vista fija en ellos. Los observaba con admiración, ayudada por una pequeña lupa metálica. El hallazgo de los chiles prehispánicos sucedió como suelen ocurrir muchos de los descubrimientos científicos: fue resultado de un accidente. “Esa casualidad ha permitido establecer que hace miles de años los chiles ya eran usados por los mexicanos para elaborar salsas y moles”.
Perry, una bióloga nacida en Florida y egresada de la Universidad Tulane de Nueva Orleáns, con una maestría en botánica y un doctorado en arqueología, se encontraba estudiando a principios de 2007 algunos microfósiles de almidón para documentar la historia del chile doméstico en América Latina.
Recordó que el Smithsonian Institute había recibido un cargamento procedente de Chicago: los fragmentos del chile mexicano, descubiertos hace 30 años por el arqueólogo Kent. V. Flannery en dos cuevas situadas cinco kilómetros al noroeste de Mitla, en el valle de Oaxaca.
Una investigadora de Chicago los tuvo en su poder durante casi tres décadas hasta que se retiró y decidió donarlos al Smithsonian. Linda Perry llamó a Flannery. “¿Puedo echarles un vistazo?”, le preguntó. El arqueólogo aceptó. La especialista en plantas estudió los chiles casi tres meses. En una jornada regular observaba las piezas un par de horas con la lupa metálica. Vistos a través del lente, la cola de un chile se asemeja a la pata de un ratón: es café y parece tener una gran cantidad de pelo. Después de cada análisis la arqueóloga invertía entre tres y cuatro horas buscando información en libros y reportes científicos.
Los estudios científicos del chile mexicano abarcaron las características morfológicas de cada pieza, lo que equivale a analizar sus dimensiones y formas. También extrajo granos de almidón de algunas de las superficies y el tejido de los chiles.
“Fue una labor muy complicada. Algunos estaban muy secos y podían deshacerse con el roce de un dedo”. Los estudios indican que los chiles tenían dos usos. Unos eran frescos, de los cuales sólo quedaban las colas. “Con seguridad fueron utilizados para preparar alguna salsa”, explicó la arqueóloga. Otros estaban completamente secos, lo cual indica que eran utilizados para preparar otro tipo de guisos
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