Ni los mercados, ni la bolsa de valores, ni las ciudades, ni internet, mucho menos los bancos o las multinacionales, serían posibles si entre los seres humanos no existiera una mínima confianza hacia los desconocidos. Sin comportamientos como el altruismo, la reciprocidad y el castigar lo que consideramos injusto, habría resultado imposible, a lo largo de 10.000 años, dejar atrás pequeñas tribus para llegar a crear conglomerados de millones de habitantes.
En esto coinciden la gran mayoría de científicos sociales. En lo que hasta ahora no han logrado ponerse de acuerdo es si las raíces de esos comportamientos se esconden en el ADN o, por el contrario, se pueden atribuir en gran medida a la fuerza de la cultura que nos va moldeando y haciendo más civilizados.
No es una pregunta trivial. Si la primera teoría es la correcta, significaría entre otras cosas que no importa el modelo de organización, mal que bien los seres humanos guardan en sus genes una fuerte inclinación a mantener cierta estabilidad social. Si la segunda teoría es la acertada, tendríamos que aceptar que vivimos en un débil equilibrio y que en el camino de la civilización en cualquier momento podríamos hacer una vuelta en U a períodos como la Edad de Piedra, donde uno de cada siete humanos fallecía a causa de guerras.
Un grupo de 16 economistas y antropólogos, del que hace parte el colombiano Juan Camilo Cárdenas, de la Universidad de los Andes, cree tener las pruebas que inclinarían la balanza a favor de la segunda teoría. En la revista Science publicaron el pasado 18 de marzo los resultados de una investigación que los llevó a visitar 16 distintas sociedades, desde pescadores de Sanquianga en Colombia hasta pueblos cazadores en Siberia como los Dolgan y los nómadas Hadza en Tanzania. En total, participaron más de 21.000 voluntarios.
Juegos económicos
En su oficina del Departamento de Economía de los Andes, Juan Camilo Cárdenas dice que hallaron algunas pistas que hacen pensar que “la sociabilidad moderna no es sólo producto de una psicología innata, sino que también refleja normas e instituciones que han emergido a lo largo de la historia”.
A Cárdenas le correspondió viajar a Sanquianga (Nariño) y realizar con los pescadores de la zona los tres mismos juegos y las mismas preguntas que sus colegas reprodujeron en Ghana, Papua, Nueva Guinea, Tanzania, Siberia, Kenia, Ecuador, Bolivia, Missouri y Fiji.
El primero de los juegos, todos diseñados para medir la capacidad de ser justos, consistía en dar a uno de los voluntarios una suma de dinero equivalente al jornal de un día y pedirle que compartiera con un segundo voluntario la cantidad que deseara. Ninguno conocía quién era el otro jugador, para evitar cualquier interés alterno.
En el segundo de los juegos se le daba la oportunidad al segundo voluntario de aceptar o rechazar la oferta del primero. Si la rechazaba equivalía a que ambos se iban con las manos vacías. Una manera de medir su sentido del castigo.
Por último, el tercer juego involucraba a un voluntario que hacía el papel de juez y quien podía penalizar quedándose con el dinero del primer jugador si consideraba que estaba siendo injusto en la repartición.
La tendencia en los resultados fue clara. Cárdenas los resume en tres. Por un lado, detectaron que entre más integrada estaba la comunidad a sistemas mercantiles, mayor era la generosidad con la que actuaban.
Eso es paradójico —dice Cárdenas—, tenemos la tendencia a pensar que el mercado promueve el individualismo, pero si se lee bien, los resultados indican que los mercados en realidad exaltan la justicia y la reciprocidad”. Pone un ejemplo sencillo: Si un tendero no cobra lo justo a sus vecinos, éstos preferirán caminar unas cuadras más y lo despreciarán.
La segunda gran conclusión del estudio es que la religión juega un rol importante en la promoción de comportamientos solidarios, y en especial las grandes religiones. Al comparar las creencias místicas de los voluntarios se hizo evidente que aquellos que pertenecían al cristianismo o el Islam eran más proclives a actuar con justicia y reciprocidad que aquellos que se refugiaban en creencias más locales. Se trata de un hallazgo sorprendente y que deja sobre la mesa muchas preguntas: ¿Desde un punto de vista económico es mejor promover la religión? ¿Quiere decir que no todas las creencias místicas serían tan buenas para la sociedad como creemos?
“Las sociedades a pequeña escala no tienen dioses muy poderosos. No hay noción de cielo e infierno. No incentivan comportamientos particulares ante los demás. El tipo de cosas que necesitas para vivir en sociedades armónicas y morales”, comentó Joe Henrich, antropólogo evolucionistas de la Universidad British Columbia en Canadá y líder del grupo.
Por último, otra de las interesantes tendencias que hizo evidente el estudio es que mientras más grande la comunidad, más fuerte se hace el sentido del castigo a mano de terceros anónimos.
“Las normas que promueven lo justo entre extraños estarían interconectadas con la difusión de diferentes instituciones”, concluyeron Cárdenas y sus colegas, “dos de ellas serían la expansión y la intensificación del intercambio en los mercados, así como las grandes religiones”. Para ellos no es suficiente pensar que los genes son la única respuesta al por qué cooperamos.
Para Joe Henrich, según lo dijo al periódico USA Today, estas diferencias en la manera como se comportan los individuos de distintas etnias no pueden atribuirse ni conseguirse a través de los genes, son cosas que aprendemos como consecuencia del lugar en el que cada uno crece.
En pocas palabras, se trata de una buena noticia para los progresistas, los que creen en el poder de la educación y en la posibilidad de cambiar una sociedad que va por mal camino.
Las raíces de la sociedad humana
Hace aproximadamente trece años, un grupo de antropólogos se reunió para tratar de descifrar la manera como ha evolucionado la sociedad humana. La investigación, que se acaba de publicar en la revista "Science", corresponde a una segunda fase de ese proyecto. Los integrantes son Joseph Henrich, Jean Ensminger, Richard McElreath, Abigail Barr, Clark Barrett, Alexander Bolyanatz, Juan Camilo Cárdenas, Michael Gurven, Edwins Gwako, Natalie Henrich, Carolyn Lesorogo, Frank Marlowe, David Tracer y John Ziker.
Publicado originalmente en El Espectador (Colombia)