Los seres humanos tienen capacidades limitadas de pensar, conocer, hablar, escuchar, dialogar, llegar a acuerdos y actuar. Un conflicto es más difícil de resolver cuantas más personas se consideren legítimamente involucradas en el mismo: hay más intereses potencialmente incompatibles, sólo uno puede hablar a la vez y los demás deben escuchar (si es físicamente posible según la separación), o uno escribe y los demás leen, y si uno se aproxima a un acuerdo con otro puede alejarse del acuerdo con un tercero. Para resolver conflictos es necesario localizarlos, concentrarse en cuantas menos personas mejor, focalizar, no globalizar.
Considerar que todos los seres humanos son relevantes en todos los conflictos es completamente absurdo y no puede funcionar en la práctica de ninguna manera: cualquiera puede declararse afectado por lo que otro haga sin importar la separación física, y todos podrían interferir con todos respecto a cualquier asunto. Los acuerdos serían necesarios para cualquier cosa por mínima que fuera, pero serían imposibles.
Considerar que algunos seres humanos (pero no todos) son relevantes para cada conflicto es arbitrario si no se da alguna razón para incluir a unos y excluir a otros. Toda persona puede valorar la acción de otro y sus efectos como beneficiosos o perjudiciales para él mismo, para el propio actor o para otros. La valoración es un proceso mental subjetivo: es imposible conocerlo de forma objetiva, medirlo o compararlo. La valoración es subjetiva porque depende no sólo de la realidad objetiva externa al individuo, común a todas las personas, sino también de la mente de la persona, con su sensibilidad y preferencias particulares posiblemente diferentes de unos a otros. Las personas pueden mentir sobre sus preferencias reales, o simplemente ser incapaces de expresarlas verbalmente de forma explícita, clara y completa.
Incluir como protagonistas relevantes de un conflicto a todos lo que se declaren emocionalmente afectados es muy problemático y tiende a dificultar su resolución: se trata de algo imposible de comprobar, con grandes posibilidades de engaños de aquellos interesados en controlar o restringir las acciones de los demás; en lugar de dedicarse a su vida y dejar en paz a los demás muchas personas pueden dedicarse a entrometerse de forma sistemática en los asuntos ajenos.
Tiene sentido incluir como participantes relevantes en un conflicto, además de al propio actor que produce una acción y sus efectos, a aquellos que sufren algún efecto directo (localizable), objetivo (comprobable, mensurable), y de intensidad suficiente (para ser importante), de la acción ajena sobre sí mismos o sus posesiones, y que se declaran perjudicados por esos efectos. La causalidad física indica que los efectos objetivos de una acción son más débiles con la distancia y el tiempo: normalmente las personas y objetos más cercanos al actor son quienes reciben los efectos de sus acciones, los más afectados, y además son quienes pueden actuar eficientemente al respecto.
Las personas sólo pueden actuar físicamente sobre lo que está más cercano. Para que la acción sea acertada es necesario además que la persona posea conocimiento concreto acerca de la situación, y este suele estar más disponible para los más próximos a los hechos, que suelen ser los más interesados. Un aspecto fundamental de una situación es cómo la valoran las personas afectadas, y quien mejor sabe esto es cada persona misma, que conoce mejor que nadie sus propias preferencias y capacidades. Cuanto más lejano es un conflicto más difícil es que una persona sea afectada por él y que pueda actuar para resolverlo, tiene menos información y menos capacidad de actuación.
Si la acción de una persona no tiene efectos nocivos sobre otras personas y sus posesiones, la única persona que queda como potencialmente relevante es el propio actor, y una sola persona no tiene conflictos consigo mismo (diferentes partes de su mente sí pueden tener conflictos internos).
Considerar que ninguna preferencia de ninguna persona es éticamente relevante implicaría que las normas éticas serían completamente independientes de la voluntad de las personas, no la tendrían nunca en cuenta: esto podría causar el absurdo de prohibir acciones que no perjudican a nadie u obligar a acciones que no benefician a nadie. La voluntad de las personas suele estar adaptada por la selección natural para permitir el desarrollo humano, es esencial que las normas éticas la tengan en cuenta.
No se trata de que la voluntad humana pueda decidir de forma arbitraria qué normas son adecuadas, cuáles cumplir y cuáles no; se trata de que las normas sirven para evitar o resolver conflictos entre voluntades incompatibles, y no tienen sentido si no tienen en cuenta las voluntades de los sujetos éticos relevantes.
Algunas normas o mandamientos tradicionales dicen no matar, no robar, no violar, y parecen tener sentido simplemente así, sin mencionar las valoraciones de nadie. Son formulaciones simplificadas en las que se sobreentiende que las personas normalmente no desean ser matadas, robadas o violadas. Términos como robar y violar se refieren a actos que van necesariamente en contra de la voluntad de la víctima que los sufre. Pero algunas acciones, como llevarse algo de alguien, deshacerse de ello o destruirlo, pueden ser positivas si se hacen con el consentimiento de las partes implicadas. Las normas no existen para proteger bienes objetivos absolutos (o evitar males objetivos absolutos) inexistentes, sino para respetar la voluntad subjetiva de los individuos dentro de sus ámbitos de validez.
Si alguien saca la basura de la casa, o algo que ha recibido como un regalo, no se le considera un ladrón, a pesar de que se lleva algo que antes pertenecía a otro. Las relaciones sexuales consentidas se diferencian de las violaciones por la voluntariedad de ambas partes. Prácticamente todo el mundo casi todo el tiempo desea seguir viviendo, por eso se entiende que matar es malo, porque nadie desea ser matado; pero hay excepciones, circunstancias especiales en las que una persona puede desear ser matado o que le ayuden a morir.
Quienes se obcecan con normas absolutas sin entender su sentido actúan como autómatas irreflexivos que no comprenden nada de ética aunque creen tener grandes principios morales. Muestran muy escasa inteligencia al no ver más allá del resumen simplificador, ignoran la riqueza y complejidad de las normas éticas adecuadas. La persona inteligente es capaz de considerar las diferencias relevantes: la valoración de la persona que recibe los efectos de la acción de otra es claramente relevante. Que no existan valores absolutos no significa que no haya normas universales: el derecho de propiedad es la norma universal que permite la convivencia entre personas con valores diferentes.
Publicado originalmente en Inteligencia y Libertad (España)