La Real Academia Española lista nueve definiciones de pasión. La primera es “acción de padecer”: igual que una enfermedad, la pasión se padece. Acepciones religiosas al margen, la misma palabra designa indistintamente “apetito o afición vehemente a algo”, “estado pasivo en el sujeto” o “inclinación o preferencia muy viva de alguien a otra persona”. Y también “perturbación o afecto desordenado del ánimo”.
El propio diccionario se encarga de explicarlo, para quien no lo recuerde: la pasión es aquello que excita, atormenta, aflige, aficiona pero siempre con exceso, deprime, abate, desconsuela.
Fisiológicamente no parece ser una sola cosa la pasión. La angustia y la ansiedad ante lo deseado y no tenido, la tensión de la inminencia y el miedo a lo desconocido son estados dominados por la adrenalina, hormona cuyos rápidos disparos vasoconstrictores predisponen al cuerpo a la huida o la pelea. Son estados bien diferentes, por ejemplo, de aquellos que rigen las endorfinas, neurotransmisores capaces de lograr el milagro de tornar placenteros los estímulos de dolor. “Qué placer esta pena”, canta el juglar de bigote colorido en Influencia (2002).
Una de las paradojas es que ese estado de enamoramiento, del que se dice que torna tan ridículo a quien lo padece como a quien nunca lo padeció, y que Freud llamó “psicosis transitoria”, no suele ser lo mejor a la hora de consumar el alcance del objeto deseado, explica el psiquiatra y sexólogo Adrián Sapetti. En el momento del goce entran en acción, sobre todo, las vías dopaminérgicas, base del “circuito de recompensa”.
Hormonas, feromonas, endorfinas. Estímulos sensoriales, remembranzas. Ideas. Otros han buscado el origen de la pasión (y hay quien asegura haberlo encontrado) en los genes, o en una disposición similar de los circuitos neuronales. No se sabe, explica Sapetti, qué hace que a alguien le impacte de esa manera una persona –una idea, una camiseta de fútbol–- y no todas las demás.
La pasión es lo más particular de lo particular, y la dificultad para seguirle el rastro a través de los mapas cerebrales obtenidos por resonancia magnética o PET tal vez lo confirma. “Hay mucha variabilidad de los patrones entre una persona y otra”, admite Fernando Torrente, jefe de Psicoterapia Cognitiva del Instituto de Neurociencias de la Universidad Favaloro.
Aun en estados mucho más definidos, las imágenes donde cada color representa un grado diferente de actividad del cerebro sirven para establecer perfiles, para describir su funcionamiento en personas con síntomas de depresión.
El cognitivista no considera que enamoramiento y entusiasmo sean “perturbaciones” del sistema; por el contrario, entiende que son “parte de nuestro equipo biológico”. Se necesita de entusiasmo, dice, “para probar nuevas experiencias, y el enamoramiento es la base de la reproducción”.
La razón apasionada Una profusa literatura relacionada con el manejo del estrés –síntoma de una época con inéditos niveles de explotación laboral incluso para los sectores de clase media y media alta que conservan la ilusión de poder comprar estándares de vida acordes con la iconografía de la felicidad–- parece promover como ideal un permanente estado dopaminérgico.
Como después de haber recibido una recompensa. No como punto de equilibrio, sino como único ideal posible de salud. Así, el modelo entra en resonancia con la idea del cerebro como una desapasionada máquina tomadora de decisiones que cuanto más fría y relajada se encuentre, tanto mejor.
Según asegura Torrente, esa imagen del cerebro es cosa de hace 50 años para la neurobiología actual. Pues no parece existir un órgano donde se aloje la razón pura, sin “contaminación” pasional alguna. Ni siquiera en la corteza prefrontal del cerebro. Más aún: la región ventromedial del cerebro, fundamental en la toma de decisiones, parece basarse justamente en las emociones, los recuerdos, la memoria emotiva.
En la Universidad de South California (EE.UU.), el neurobiólogo portugués Antonio Damasio elaboró sus modelos de la actividad cerebral articulando la investigación experimental no con el racionalismo cartesiano, sino con el pensamiento de Baruch Spinoza (1632-1677). Y Spinoza es el filósofo de la razón apasionada.
Para Damasio las emociones no son mente sino cuerpo, y el sentimiento es el registro de la emoción en el cerebro. Interactuando con las funciones de decisión, especialmente en esa región ventromedial, el sentimiento puede educar a la razón, para que guíe al cuerpo en busca de estímulos que le provoquen emociones positivas.
La razón apasionada, decía Spinoza allá en el siglo XVII, tiene el poder de transformar las pasiones tristes en pasiones alegres. La pasión lleva a la razón a aventurarse por lugares por donde nunca habría ido por sí sola, y la anima a desobedecer al miedo cuando éste le ordena no ir más allá.
Pero el “animal que habla” hace trampa, y se hace trampa. Para el psicoanalista Sergio Rodríguez, los fenómenos más irracionales –el suicidio, la guerra, la delincuencia– plantan límites que parecen insalvables. “Si la hipótesis fundamental es la supervivencia –explica– el ataque contra sí mismo no entra en el esquema”, y por eso Damasio termina planteando que “es un problema de educación.”
La otra paradoja, señala, es que el deseo no siempre busca su objetivo: el goce puede ser satisfecho en el borde, en lo masturbatorio y sin tomar contacto con el otro. “Es la forma en que Lacan define a la pulsión de muerte.” Mirado desde cierto lugar, si de lo que se trata es de describir a ese fenómeno tan complejo que es el Hombre, un rompecabezas que no cierra puede parecérsele bastante.
Publicado originalmente en Página 12 (Argentina)