La ética marxista, al contrario que las teorías económicas y sociológicas marxistas, aún no ha sido refutada de forma inequívoca. A pesar de que las teorías liberales, concretamente las propuestas éticas de la Escuela Austríaca, han ido renovándose y sofisticándose, no se ha producido la necesaria confrontación e interpelación entre las dos cosmovisiones históricamente antagónicas –si comparamos las respectivas literaturas, nos da la sensación de que están tratando problemas completamente distintos– y, por el momento, la ética marxista se ha erigido como la única solución posible al reto que supone para la ética la explosión de las particularidades. No es un reto baladí, y en él está en juego la validez de varias construcciones filosóficas. Pero como veremos, la que hoy nos ocupa adolece de una falta de realismo apabullante que hace imposible que pueda considerarse como la solución definitiva. Incluso hace imposible que pueda considerarse siquiera como una solución.
Para una primera aproximación, vamos a centrarnos en dos autores paradigmáticos, Ernst Bloch, el utopista por excelencia del siglo XX, y Jürgen Habermas, el autor más conocido de la Escuela de Frankfurt; voy a ajustarme a sus respectivos textos ¿Puede frustrarse la esperanza? y Ética discursiva, por parecerme ambos un buen resumen de la postura marxista (aunque sobra decir que esto es una simplificación: hay muchas variantes) y, sobre todo, porque así también lo consideró el profesor Carlos Gómez Sánchez en su muy recomendable antología.
La tesis de Bloch, etiquetado como "optimista militante", es la siguiente: la utopía (identificada como la sociedad sin clases, sin alienación, esto es, con la "emancipación") no ha de ser un término peyorativo; al contrario, puede y tiene que revalorizarse, porque es factible: según sus propias palabras, [la utopía en el mundo] "se halla confirmada y como en casa". Para ello es necesario evolucionar de la simple espera (el desarrollo espontáneo e inevitable de las contradicciones del capitalismo) a la espera activa (el estímulo del sujeto revolucionario, es decir, la acción del "héroe rojo"), y en esto consistiría precisamente la acción ética.
Lo curioso de este texto –más allá de su ingenuidad– es que Bloch habla de la esperanza en un sentido genérico, sin atender a la posibilidad real de la propuesta concreta que propone. Por una parte, enuncia la sociedad sin alienación como una meta objetiva, en teoría aceptada por todos (y, en consecuencia, todo fin diferente a ese fin no puede ser ético); por otra parte, la postula como una utopía respecto a la cual la esperanza es oportuna, y esto lo sostiene sin analizar en ningún momento su validez, como si su supuesta deseabilidad universal fuera suficiente.
Sólo en un punto Bloch apela directamente al fracaso del marxismo, según mi interpretación, pero obviamente sin admitir sus carencias: "Era el poder últimamente indicado de una utopía fundada, en cuanto imposibilidad de desfallecer, frustable de muy distinto modo, a saber: en el producto."
Esto, que parece una lúcida admisión de que la realidad frustra el marxismo, enseguida se aclara como la típica excusa que llevamos décadas escuchando: "de ello forma parte el modelo original del asunto, tan desagradable a sus pervertidores o desacertados gestores". Lo de siempre: que el comunismo no se aplicó nunca bien, bien sea por maldad o por incompetencia de los que debían implementarlo.
Muchas veces nos preguntamos cómo a la luz de las evidencias históricas y de la teoría económica, hoy en día sigue defendiéndose la aplicación del marxismo: ¿es que nadie ha leído a Ludwig von Mises? ¿Es que nadie ha estudiado la Historia de la URSS? En el caso de la Escuela de Frankfurt, el enigma no debe quitarnos el sueño, porque el caso es que explícitamente rechazan y relativizan la importancia de la razón como herramienta para comprender el mundo. Por lo tanto, el entendimiento con ellos es difícil: ni siquiera utilizamos los mismos criterios para localizar lo correcto y lo verdadero. Es una manera escurridiza, extravagante y probablemente cobarde, de bloquear cualquier refutación.
La Escuela de Frankfurt se ha encargado de teorizar la idea de que la razón a la que Occidente confía el progreso y la ciencia no es más que un prejuicio etnocentrista; o, por lo menos, que la razón no explica lo que importa. Así, según esta Escuela, la razón técnica o instrumental –que caracterizaría al capitalismo– lo único que hace es retrasar indefinidamente la "emancipación" del ser humano. Y, según Habermas, es necesario que el "interés técnico", estratégico, se vea complementado por un "interés práctico", de interacción comunicativa, y por un "interés emancipatorio". En esto se basa su "ética discursiva": el criterio para decidir qué es lo correcto es el criterio de lo que triunfe en la discusión.
En la discusión por supuesto que se utilizan argumentos racionales, pero no es la racionalidad per se lo que triunfa: en términos schopenhauerianos, lo que importa no es "tener razón" sino "llevar razón". En palabras del propio Habermas, "con la práctica argumentativa se pone en marcha una competición cooperativa a la búsqueda de los mejores argumentos (...) Por tanto la aceptabilidad racional de una emisión reposa en último término en razones conectadas con determinadas propiedades del mismo proceso de argumentación".
La ética habermasiana es kantiana en el sentido de que presupone la autonomía del individuo y la universalidad de los juicios. Pero si precisamente estamos intentando resolver el problema de cómo regular la convivencia de sujetos con morales completamente diferentes, ¿cómo puede apelar a la universalidad? Sin duda, es un argumento curioso (compárese con el argumento mucho más realista de la Escuela Austríaca de la subjetividad): "solamente pueden pretender ser válidas las normas que en discursos prácticos podrían suscitar la aprobación de todos los interesados".
Es normal que este argumento nos recuerde al de la "razonabilidad" de John Rawls, que sostenía que hay que "ejercer los fines propios a la luz de los fines moralmente justificados de los otros". Y también es normal que nos repugne: puede desembocar en que quienes fijen las normas sean los que mejor sepan cautivar al público con triquiñuelas retóricas o, peor, en que quienes fijen las normas sean, simplemente, la mayoría. Es el entierro de la persona, la subordinación de la voluntad independiente, minoritaria o extraña. El argumento del bien común es el más hipnotizador pero también el más deshonesto; debemos recordar que lo único que hacen los que claman por ese inasible bien común es extrapolar sus propios intereses o necesidades subjetivas al conjunto.
En conclusión, la ética marxista, o bien se construye en base a una idea no neutral (una condición sine qua non para lo ético es que sea marxista), o bien invoca una supuesta validez intersubjetiva que, en la práctica, nunca se ha conseguido, ni siquiera con respecto a los derechos humanos.
La realidad nos muestra que, ante la pluralidad, ante la diversidad, ante la variedad lo único que vale es la libertad de elegir. El que confíe en unos supuestos mínimos comunes implícitos, el que confíe en el acuerdo sustantivo entre ideologías, morales, modos de vida, religiones, civilizaciones, gustos, bien puede esperar sentado. Y esa es una manera de no afrontar el problema clave del siglo XXI. Pensemos en los conflictos que vienen surgiendo en Europa a raíz del uso o la prohibición del velo musulmán: dos formas de ver el mundo se enfrentan, sin remedio y sin punto en común, cara a cara en un mismo espacio. No hay diálogo ni deliberación que valga, a no ser que alguien ceda: la única solución reside en aceptar la autonomía absoluta de cada individuo.
Publicado originalmente en Instituto Juan de Mariana (España)