La pionera noticia pasó casi desapercibida en los medios informativos panameños. Tristemente, nuestra sociedad está más enterada de novelas, carnavales, chismes y supersticiones que de trascendentes descubrimientos del intelecto humano. Estos científicos sintetizaron material genético a partir de sustancias químicas sencillas, basándose en el ordenamiento de aminoácidos del microbio
Mycoplasma genitalum.
Se seleccionaron los genes esenciales y el nuevo cromosoma –denominado Mycoplasma laboratorium– se introdujo en una bacteria viable. Los investigadores esperan ahora que el cromosoma artesanal funcione como lo haría el original, que la célula se divida, que se transcriban proteínas y que se ejecuten los procesos metabólicos indispensables; es decir, que el nuevo microorganismo viva. La idea final es que estos organismos saprofitos artificiales sirvan a la humanidad para, por ejemplo, generar nuevas fuentes de energía o eliminar contaminantes ambientales, reduciendo el impacto del cambio climático, o para interferir con la infección de individuos por patógenos virulentos.
Asombra saber que la aparición natural de seres vivientes en la Tierra tardó miles de millones de años, pero podría conseguirse en tiempo irrisorio bajo condiciones óptimas de laboratorio. La evidencia científica data el inicio del universo hace 14 mil millones de años. Mediante el análisis radioactivo de meteoritos, se ha podido calcular el nacimiento de nuestro planeta hace unos 4 mil 500 millones de años. Los exámenes minuciosos de estromatolitos en las capas más profundas de las rocas y los registros fósiles de algas unicelulares (cianobacterias) indican que los primeros indicios de vida surgieron mil millones de años después de la formación del globo terráqueo.
Desde 1950, cientos de laboratorios experimentales en el mundo han teorizado que los ingredientes químicos más simples, agua y gases volcánicos, pudieron reaccionar para formar maridajes moleculares de vida (proteínas, ácidos ribonucleicos, membranas celulares). Para que la vida empezara, tres condiciones debieron haber ocurrido. Primero, grupos de moléculas con capacidad de replicación tuvieron que entrar en proximidad ecológica (proceso aleatorio); segundo, copias de estos ensamblajes debieron exhibir variaciones que permitieran a algunas mejor estabilidad para adaptarse a los desafíos del entorno (proceso darwiniano); y tercero, las variaciones más capaces tuvieron que ser heredables para que aumentaran en número en situaciones terrenales favorables (proceso mendeliano). Aunque los pormenores precisos de todos estos eventos siguen siendo objeto de intensa investigación, el creciente desarrollo de nuevos instrumentos científicos seguramente ayudará a responder preguntas complejas y aportará confirmación de las hipótesis en vigencia.
En lo que si no hay duda, dentro de la comunidad científica, es en la ocurrencia de la evolución a partir de formas elementales de vida. Desde mediados del siglo XIX, cuando la paleontología era una ciencia rudimentaria, los naturalistas observaron que los fósiles se hallaban en un orden particular en capas de la roca sedimentaria. Los sedimentos orgánicos más antiguos se depositaban en áreas más profundas mientras que los contemporáneos se recuperaban hacia la superficie. Cuando Darwin y Wallace estudiaron el origen de las especies, estos conocimientos vestían pañales. Ahora, en una gran variedad de lugares explorados, se han documentado sedimentos rocosos, de 540 millones de años de antigüedad, que albergan rastros de seres multicelulares arcaicos, plausibles formas transicionales entre organismos unicelulares y animales más evolucionados como peces, artrópodos y moluscos.
Con el paso del tiempo, los eslabones de la evolución han ido apareciendo y fortaleciendo la teoría biológica de mayor relevancia y documentación en la historia científica. Recientemente, hace apenas tres años, un grupo de investigadores halló, en una isla al norte de Canadá, un extraordinario fósil con características intermedias entre un pez y un animal de cuatro extremidades. Además de branquias, escamas y aletas, el espécimen contenía pulmones, un cuello flexible y un robusto eje esquelético que podría ayudarlo a vivir en aguas superficiales o sobre la tierra. Se cree que este tetrápodo, llamado Tiktaalik, que vivió hace 375 millones de años, fue el ancestro de anfibios y reptiles. Considerable información indica que los dinosaurios evolucionaron de reptiles primitivos hace 230 millones de años. Otro famoso fósil, denominado Archaeopteryx, mostraba el esqueleto de un pequeño dinosaurio que tenía alas y plumas, lógico ancestro de aves. Fósiles más recientes explican las vías evolutivas de mamíferos, simios y homínidos. La evidencia paleontológica, aunada a la maravillosa homología del genoma de chimpancés y humanos (>99%), indica que hubo un ancestro común, ya extinguido, que vivió hace seis–siete millones de años en el continente africano. Eventualmente, con gradualidad milenaria, aparecieron Australopithecus, Homo habilis, Homo erectus y nuestra especie actual, Homo sapiens.
Defrauda percatarse de que, pese a las numerosas pruebas generadas por paleontólogos, físicos, químicos, astrofísicos, geólogos, biólogos y genetistas moleculares, los fundamentalistas evangélicos intentan enseñar creacionismo, con o sin diseño inteligente, en las escuelas, equiparando su absurda especulación mística a la sólida y fascinante asignatura de ciencias naturales. Afortunadamente, en Estados Unidos, la Corte Suprema desestimó tan ridícula y peligrosa petición. Debemos estar alertas en Panamá porque andamos lejos de un verdadero Estado laico y acá los pastores se disfrazan de diputados.
Recomiendo, a los jóvenes estudiosos, a los dirigentes serios de Meduca y a todo panameño pensante, leer la última publicación (año 2008) de la Academia Nacional de Ciencias y del Instituto de Medicina estadounidense, Ciencia, Evolución y Creacionismo, un fantástico libro que resume brevemente todo lo que cualquier ser humano del siglo XXI está obligado a saber. Debo reconocer que la Iglesia católica, a través de Pio XII, manifestó, en la encíclica Humani Generis (1950), no hallar conflicto entre la teoría de la evolución y la doctrina de la fe. Solo espero que Ratzinger o las delirantes milicias del Opus no modifiquen dicha postura por conveniencia de poder. Como apunta la escritora estadounidense Judith Hayes: "Si vamos a enseñar "la ciencia de la creación" como una alternativa a la evolución, también deberíamos enseñar la "teoría de la cigüeña" como una alternativa a la reproducción". ¡Y al carajo nuestra juventud!, agrego yo.
Publicado originalmente en Prensa (Panamá)