Hace 300 millones de años, un insecto volador se posó sobre una superficie embarrada y dejó impresa toda la huella de su cuerpo. Transcurrido todo este tiempo, aquel pedazo de lodo es hoy parte de un solar frente a un pequeño centro comercial de North Attleboro, en Massachusetts (Estados Unidos).
Richard Knecht y Jake Benner, dos investigadores de la Universidad de Tufts, también en Massachusetts, acababan de leer una tesis escrita en 1929 en la que se describía una cantera muy poco conocida y que se encontraba en ese mismo lugar.
La cercanía de la zona les animó a inspeccionarla, cincel y martillo en mano. Y, efectivamente, encontraron un yacimiento fosilífero del que extrajeron, poco después de comenzaron a buscar, aquellas huellas. Era la impresión más antigua de cuerpo completo de un insecto volador.
La antigüedad de este icnofósil, datado en el periodo Carbonífero, hace que sea una rareza, pues no es común hallar huellas tan antiguas, según los paleontólogos. Lo habitual es hallar, como única evidencia, las alas de los insectos, pues para que un animal se fosilice es preciso que se dén unas ciscunstancias muy concretas que favorecen, por lo general, a las especies de cuerpo duro -con conchas, por ejemplo- o a las que han sido abruptamente enterradas en fluidos viscosos como el barro.
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