Hace dos años, en Pasai Donibane era botada la réplica de una txalupa ballenera perteneciente a un galeón vasco del siglo XVI, hallado 27 años antes en el fondo de la bahía Red Bay de la península canadiense de El Labrador. La nao originaria era la San Juan de Ramos de Arrieta Borda y gracias a las coordenadas sobre su paradero halladas en Oñati por una historiadora canadiense, se logró localizar, aunque no extraer del lecho marino. La San Juan original, que fue declarada emblema del Patrimonio Subacuático Universal por parte de la Unesco en 2001, sigue allí, protegida, tras dedicar a su estudio nada menos que 14.000 horas de buceo, que sirvieron para documentar 4.000 páginas de informes. Tres pecios vascos más han sido localizados desde entonces en esta misma bahía, convertida en una auténtico laboratorio de estudio de la construcción e historia naval vasca.
Éste es sólo un ejemplo, cercano para nosotros, de la incalculable riqueza submarina que pueblan los lechos de mares y océanos, de estuarios y bahías a lo largo del planeta. Se calcula que los restos de más de tres millones de navíos y cargamentos yacen en el fondo marino. Barcos y buques de todo tipo y condición, pero también monumentos históricos que reposan bajo las aguas como el Faro egipcio de Alejandría, engullido por una serie de seísmos a finales del siglo XIV, o la ciudad jamaicana de Port Royal, a la que un maremoto ahogó en 1692.
Para defender todo este desprotegido tesoro, el 2 de noviembre de 2001 se adoptó por parte de la Unesco la Convención sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, que desde este viernes y durante los próximos días celebra en París una nueva conferencia. En ella, jefes de excavaciones y expertos en arqueología subacuática venidos del mundo entero examinarán los principales desafíos que plantea esta joven disciplina.
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