Nuestro pequeño planeta vecino de color pardo rojizo es el que más se parece a la Tierra dentro del Sistema Solar. Aún así, hay marcadas diferencias. Un día en Marte —llamado sol— dura 24 horas y 37 minutos, pero esto es quizás lo único en lo que realmente se asemeja a nuestro mundo, al menos hoy.
Su atmósfera tiene muy poca densidad y la presión media en la superficie es menos de 1% de la de la Tierra; además, está compuesta principalmente por dióxido de carbono, nada agradable para la respiración de los humanos.
Los rayos ultravioleta llegan al suelo con toda su intensidad y los cambios térmicos son muy extremos. En los polos la temperatura es inferior a los 100 grados centígrados bajo cero, a cualquier hora del día; en cambio, en las cercanías del ecuador los veranos son bastante cálidos, con unos 26 grados centígrados cerca del mediodía, excelentes para un brevísimo día de campo en un futuro lejano; breve porque durante la noche el frío se torna muy parecido al de los polos. A pesar de este helado panorama, si el agua es un elemento necesario para que exista la vida —como nosotros la conocemos—, es fácil entender que los recientes hallazgos de hielo de agua y dióxido de carbono congelado en el subsuelo marciano y en los casquetes polares abriga esperanzas sobre la posible existencia de vida microbiana en Marte.
A fines del siglo XIX se generaron muchas fantasías. Entre ellas, los “canales” marcianos de Schiaparelli y la teoría del astrónomo Lowell sobre las grandes obras hidráulicas que transportaban el agua desde los polos helados hacia el resto del árido y sediento planeta —habitado, según él, por hombrecillos sabios y pacíficos—. Las primeras sondas interplanetarias Mariner y Viking de los años 70 del siglo XX no encontraron ni canales artificiales ni indicios de alienígenas. Ya en pleno siglo XXI, nuestros conocimientos sobre Marte son sorprendentes. Los vetustos robots Spirit y Opportunity —que milagrosamente aún trabajan cerca del ecuador—, la misión Phoenix que el año pasado verificó la presencia de agua congelada en el polo norte, y los satélites actuales de observación científica (Mars Odyssey, Mars Reconnaissance Orbiter y Mars Express) siguen aportando valiosos datos sobre su geología, composición química, clima y evolución. Nadie duda de que haya agua congelada en el planeta rojo. Ahora la búsqueda es sobre si hay vida, o si la hubo en alguna época remota. Existen evidencias de erosión hidráulica y se tiene la certeza de que hubo ríos y glaciares; inclusive, hay modelos sobre cómo era la distribución de los océanos hace millones de años.
Sin embargo, hoy Marte es un mundo desolado, con cráteres inmensos, sin agua líquida —por la baja presión atmosférica— y con fuertes tormentas de polvo que pueden cubrirlo y oscurecerlo. No es un lugar recomendable para ir de vacaciones. Todavía no.
¿Qué se necesitaría para hacer habitable a Marte? ¿Qué debe hacerse ante la posibilidad de que se encuentre vida microbiana en él? ¿Conviene dejarlo tal como está, o modificarlo regenerando su atmósfera y otras cosas a través del proceso llamado terraformación? Posiblemente los primeros viajes tripulados a Marte se realicen dentro de unos 20 años, pero los primeros refugios que se construyan a través de las décadas y diversas misiones sólo serán campamentos rudimentarios, que protejan a los astronautas de las intensas radiaciones, los impactos de meteoritos, las inclementes temperaturas, la baja presión y las temibles tormentas de polvo. Si las generaciones posteriores se lo proponen, tendrán que calentar —con la mejor técnica del momento— los casquetes polares para evaporar el hielo; esto incrementaría la presión atmosférica, se crearía una capa de ozono que reduciría la penetración de los rayos ultravioleta, habría más oxígeno en el aire y se posibilitaría la presencia de agua en estado líquido sobre la superficie. Podrían construirse larguísimos canales para llevarla desde los polos hacia regiones septentrionales o ecuatoriales, donde las primeras colonias humanas pudiesen florecer. Pero este proceso, si algún día se tienen la tecnología y el presupuesto para ello, sería muy lento y requeriría de miles de años. Entonces, tal vez, las ideas del astrónomo Percival Lowell se puedan hacer realidad, con la sutil diferencia de que los habitantes marcianos serían nuestros propios descendientes.
Publicado originalmente en AM (México)