A las 12.39 del mediodía, hora local, del 3 de diciembre de 1999, los técnicos del Jet Propulsion Laboratory de la NASA en Pasadena, California, contenían el aliento escuchando cada vibración del aire, a la espera de captar un pitido reconfortante que les devolviera la respiración. Después de un vacío de media hora durante su entrada en la atmósfera, la «Mars Polar Lander», el bebé robótico de aquellos nerviosos padres, debía reportarse con el llanto de su alumbramiento en suelo marciano.
Pero nada rompió el silencio; ni entonces, ni en las desesperadas semanas posteriores. Mes y medio más tarde, el 17 de enero, la NASA reconocía el fracaso: ya hubiera aterrizado de una pieza, pero muda y sorda, o se hubiera reventado contra la roca, poco importaba. La MPL nunca llamaría a casa.
Fue el segundo desastre consecutivo después de la «Mars Climate Orbiter», que el año anterior se había desmenuzado en la atmósfera marciana a causa de un absurdo malentendido entre los dos equipos norteamericanos que controlaban la misión. Uno de ellos empleaba el sistema métrico, y el otro, unidades inglesas.
A diferencia de la MCO, las causas por las que se perdió la MPL no se esclarecieron, como tampoco su destino final. Fue el primer intento frustrado de clavar una pica en una latitud marciana donde los ojos que vigilan el planeta desde su órbita -hoy se mantienen «vivos» dos satélites de la NASA y uno de la ESA- aseguran que el hielo se asoma a la superficie.
La debacle de la MPL sumió en la zozobra todo el programa marciano de la NASA, asignado al laboratorio de Pasadena. La agencia depuró las responsabilidades y propuso las hipótesis razonables, pero las conclusiones, valga la contradicción, no fueron concluyentes.
Una agencia «espía»
Al año siguiente, una agencia «espía» norteamericana -National Imagery and Mapping Agency (NIMA), hoy renombrada como National Geospatial-Intelligence Agency- dijo haber detectado la MPL, intacta sobre sus tres patas en el suelo de Marte, a través del análisis de las fotografías enviadas por la sonda orbital «Mars Global Surveyor» (MGS). La NASA nunca ha respaldado este hallazgo. Es más: la cámara de alta resolución de la «Mars Reconnaissance Orbiter» (MRO), otro navío espacial botado en 2005 por la administración norteamericana, ha olfateado y mapeado la presencia de «cadáveres» de misiones anteriores, incluidas las viejas glorias «Viking» 1 y 2, la exitosa «Mars Pathfinder», y los rovers «Opportunity» y «Spirit», aún activos. Pero ni rastro de la MPL.
«Phoenix» ha nacido para rescatar de sus cenizas la ilusión truncada que la MPL llevaba en sus circuitos: «saborear» el hielo marciano, convertir la existencia de agua en Marte, hasta hoy una mancha en fotografías y espectros, en una realidad al alcance de la mano, aunque sea la mano mecánica de un robot a control remoto. Hoy ningún científico duda de la existencia de agua allí, no sólo en eras remotas, cuando fluía por valles y cañones, sino hoy, en los bonetes de hielo que cubren las coronillas polares.
A pesar de su condición de «segunda», y quién sabe si para conjurar el estigma de las maldiciones, la «Phoenix» es la primera en otro aspecto. La aventura del ave resucitada inaugura el programa «Scout» de la NASA, que abre las puertas del selecto club de la agencia a «espontáneos» cualificados en el diseño de proyectos espaciales. La premisa que anima esta modalidad es confeccionar misiones de escasa parafernalia y bajo coste, siempre hablando en términos astronómicos -la MRO costó 720 millones de dólares hace dos años, frente a los 420 de «Phoenix»-.
Una versión mejorada
En esta primera ocasión, la Universidad de Arizona ha dado forma a la misión: una estación fija, reciclada del primer prototipo de la MGS, anterior a la cancelación de su fase de aterrizaje. La instrumentación es una versión mejorada de la que equipó la MPL: brazo robótico con perforadora para catar suelos a medio metro de profundidad, horno para evaporar sustancias volátiles, estación meteorológica, microscopio, analizadores, y cámara estereoscópica en su mástil de 2 metros.
«Phoenix» alcanzará todo lo que se ubique a su alrededor en un radio de 2,35 metros, la longitud de su única extremidad móvil. Casi parece ridículo viajar 680 millones de kilómetros para muestrear un terreno del tamaño de un salón. El próximo aparato que disfrutará de la libertad de unas simples ruedas será el «Mars Science Laboratory», cuya cita con el espacio está fijada para 2009.
En realidad, «Phoenix» no requiere grandes paseos para cumplir su misión. Además de los habituales datos sobre la geología, el clima y la atmósfera, el objetivo de la misión estará justo bajo su panza: el hielo. En su latitud de 68 grados, lo más cercano al polo norte marciano que ha llegado un ingenio «made in» la Tierra, sus patas deberían pisar hielo, o un «permafrost» de roca embebida en una mezcla de agua y dióxido de carbono congelados que sigue una dinámica estacional de evaporación y solidificación. Allí, en ese cóctel primordial, podría esconderse algo que evocara lejanamente la presencia de vida.
Esperanza de vida
El análisis de los compuestos disueltos en la sopa gélida podría insinuar alguna pista. Entre el H2O y el CO2 se reparten los átomos esenciales que se unen para prender la chispa de la vida: de la unión del carbono y el hidrógeno nació la química orgánica, y de ella, todo lo que llena la enciclopedia de la biología terrestre.
La atmósfera de Marte es muy oxidante, y los frustrantes empeños de las «Viking» en 1976 ya invitaron a sospechar que toda molécula orgánica se quemó en un ancianísimo pasado para generar agua y dióxido de carbono -con la excepción del metano atmosférico, cuyo origen desconcierta a los científicos-. Si «Phoenix» detectase cualquier compuesto de carbono e hidrógeno, estaríamos más cerca de «los marcianos» de lo que hemos estado nunca.
De todo ello tendremos cumplidas noticias el 3 de agosto, día que se abrirá la ventana de despegue, y sobre todo a partir del 25 de mayo de 2008, la fecha más temprana en la que, maldiciones aparte, «Phoenix» se posará en su destino.
Ocho años después de que una causa ignota frustrase el primer intento, la NASA envía en agosto la sonda «Phoenix» al Polo Norte del Planeta Rojo, en busca de una prueba material de la existencia de agua
Orioginalmente publicado en ABC (España)